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La falacia de la independencia, una perspectiva coreográfica

 

 

 

 

 

Tiempo de híbridos desde el bosque cibernético, performance presentado en el Jardín Botánico de la UNAM por el colectivo coreográfico Los vecinos del Ritmo. Fotografía cortesía de Juan Francisco Maldonado.

La danza, aunque practica primordial de lo humano, no fue considerada una forma de arte hasta hace relativamente poco tiempo. Si trazáramos una rapidísima mirada histórica de la política corporal de la danza occidental podríamos partir de los ballets que Jean-Baptiste Lully coreografió para Luis XIV de Francia como despliegue y espectáculo de su poder, momento aceptado en general como aquel en el que la danza pasó de ser una práctica colectiva, que se ejerce, a ser un espectáculo que se observa. El desplazamiento de lo experiencial a lo admirable. A partir de allí las danzas escénicas evolucionaron como forma de representación, supliendo el poder que de facto ostentaba el cuerpo del rey bailarín (el estado soy yo), por el rigor técnico y la disciplina marcial que desplegaban los bailarines profesionales. Si el asombro del espectador estaba en el primer caso garantizado por lo literalmente inalcanzable de una testa coronada danzante, en el segundo lo estaba por el virtuosismo de los bailarines, por lo metafóricamente inalcanzable de su precisión, de su gracia y de su agilidad. Es decir, el ballet pasó de presentar al rey, a representar su poder (y el del estado), y desde entonces se convirtió en un elemento fundamental de la maquinaria propagandista de los regímenes totalitarios (y en general de los estados de tintes imperiales, como quiera que se les categorice [no es casualidad que la Compañía Nacional de Danza mexicana sea tan deficiente]). De la corte de los luises a la URRS, y de allí (aunque nos duela decirlo) a la Cuba de Castro. “La grandeza de un ballet no se mide por el virtuosismo de sus solistas”, se dice en el mundillo de la danza clásica, “sino por la precisión de su cuerpo de baile”, y es que la relación disciplinar entre un ejército y una compañía de ballet es innegable. Ambos tienen regímenes de entrenamiento que someten a los cuerpos a condiciones de resistencia brutales que literalmente los moldean con el fin de homogeneizarlos, de desaparecer al individuo para dar cabida al engranaje. Algo que quizá Foucault hubiera llamado “anato-política”. Un cuerpo de baile y un ejército bien entrenados, establecen unísonos perfectos.

 

Saltando unos cuantos años (no pretenderé, evidentemente, ser exhaustivo), el surgimiento de la danza moderna a principios del siglo XX pone en cuestión los presupuestos estéticos del ballet, la bidimensionalidad forzada de los cuerpos, la pretensión de escapar al influjo de la gravedad, y hasta cierto punto (o en casos excepcionales, pienso por ejemplo en Mary Wigman en los años veinte), la importancia de la uniformidad, e incluso del virtuosismo. La representación de grandeza y “divinidad” del bailarín, en cambio, permanece, quizá incluso aún a pesar de los esfuerzos abstraccionistas de, por ejemplo, Cunningham y su búsqueda de una danza absoluta (una danza con un discurso autónomo que no depende de elementos externos como la música o la dramaturgia para generar sentido); y junto a esa representación de grandeza permanece la disciplina de corte militar.

 

Fuera de esa pequeña burbuja de libertad en los años veinte, y hablando en términos muy generales, no es hasta finales de los cincuenta y la década de los sesenta, ya pasado ese primer empuje de conservadurismo de posguerra (o más bien como reacción a él), que la anato-política se resquebraja para, poco a poco, dar cabida a la bio-política, con el surgimiento de la (quizá mal llamada) “danza postmoderna”. No es hasta entonces, que el cuerpo empieza a regresar a la discusión, no como objeto de manipulación y perfeccionamiento uniformado en plan “lo normal es la regla”, sino como sujeto de derechos y libertades, y por ende, como núcleo de producción del individuo. Los coreógrafos posmodernos de la Judson Church en el Nueva York de los sesenta cuestionan el cuerpo del bailarín como mecanismo de manipulación espectacular y abogan por el surgimiento del individuo y por la ausencia de virtuosismo al retomar movimientos cotidianos en sus obras (véase también, en esa misma dirección y esa misma época, el uso de herramientas coreográficas en el caso de artistas visuales, como Alan Kaprow y sus 18 happenings in 6 parts, o Robert Morris y sus Notes on Dance).

 

Me he tomado la libertad de aburrirlos con esta introducción quizá demasiado didáctica para mostrar el paralelismo de sujeción de los cuerpos al poder entre danza y población civil en general, que aunque obvio, no deja de ser interesante.

 

“Libertad” es una palabra muy sugerente para la danza porque, por lo menos en Occidente, muchas veces se le ha equiparado con ella, o en todo caso, porque a menudo se ha considerado a la danza como una perfecta alegoría de la libertad. “No creería en un dios que no sepa bailar”, “No quiero ser parte de una revolución en la que no se baile”, etcétera. Uno de los primeros y más importantes ballets soviéticos fue justamente Espartaco de Aram Khachaturian, que narra la historia de un esclavo que organiza a sus colegas para luchar por su libertad contra el Imperio Romano. Obviamente Espartaco es un soviet, y el imperio es el Zar y/o El Capital.

 

Resulta paradójico que la que quizá en algún momento fue la máxima alegoría de libertad, de cuerpos etéreos que casi vuelan, que casi están exentos de la perenne opresión de la gravedad, para los que el cielo es el límite, a los que metafóricamente tendríamos que aspirar todos; sea en realidad una disciplina férrea equiparable en cierto grado a la de los ejércitos. Casi parece paradójico que, en los sesenta, en busca de una mayor libertad, la danza haya tenido que reconciliarse con el suelo, con la gravedad, y abrazar la cotidianidad. Despojarse de sus pretensiones icareas, de su fantasía flotante y junto con ella, de la disciplina militar. En pocas palabras, romper la libertad ilusoria, aquella que se representa en los grandes saltos, para buscar una mucho más operativa, fisiológica incluso, aquella que se presenta, o más aún, que se ejerce desde un cuerpo común y corriente, frente a una audiencia de las mismas características. Con Yvonne Rainer, el mismo Alan Kaprow, Steve Paxton, Bruce Nauman, y muchos otros que trabajaron con coreografía en esa época y en esas circunstancias, ocurrió este paso, que podríamos llamar el paso de la anatopolítica a la biopolítica. El paso de la disciplina impresa directamente sobre el cuerpo como materia, sobre su anatomía; al control ejercido sobre el cuerpo como idea, como “organismo”.

La danza, aunque practica primordial de lo humano, no fue considerada una forma de arte hasta hace relativamente poco tiempo. Si trazáramos una rapidísima mirada histórica de la política corporal de la danza occidental podríamos partir de los ballets que Jean-Baptiste Lully coreografió para Luis XIV de Francia como despliegue y espectáculo de su poder, momento aceptado en general como aquel en el que la danza pasó de ser una práctica colectiva, que se ejerce, a ser un espectáculo que se observa. El desplazamiento de lo experiencial a lo admirable. A partir de allí las danzas escénicas evolucionaron como forma de representación, supliendo el poder que de facto ostentaba el cuerpo del rey bailarín (el estado soy yo), por el rigor técnico y la disciplina marcial que desplegaban los bailarines profesionales. Si el asombro del espectador estaba en el primer caso garantizado por lo literalmente inalcanzable de una testa coronada danzante, en el segundo lo estaba por el virtuosismo de los bailarines, por lo metafóricamente inalcanzable de su precisión, de su gracia y de su agilidad. Es decir, el ballet pasó de presentar al rey, a representar su poder (y el del estado), y desde entonces se convirtió en un elemento fundamental de la maquinaria propagandista de los regímenes totalitarios (y en general de los estados de tintes imperiales, como quiera que se les categorice [no es casualidad que la Compañía Nacional de Danza mexicana sea tan deficiente]). De la corte de los luises a la URRS, y de allí (aunque nos duela decirlo) a la Cuba de Castro. “La grandeza de un ballet no se mide por el virtuosismo de sus solistas”, se dice en el mundillo de la danza clásica, “sino por la precisión de su cuerpo de baile”, y es que la relación disciplinar entre un ejército y una compañía de ballet es innegable. Ambos tienen regímenes de entrenamiento que someten a los cuerpos a condiciones de resistencia brutales que literalmente los moldean con el fin de homogeneizarlos, de desaparecer al individuo para dar cabida al engranaje. Algo que quizá Foucault hubiera llamado “anato-política”. Un cuerpo de baile y un ejército bien entrenados, establecen unísonos perfectos.

 

Saltando unos cuantos años (no pretenderé, evidentemente, ser exhaustivo), el surgimiento de la danza moderna a principios del siglo XX pone en cuestión los presupuestos estéticos del ballet, la bidimensionalidad forzada de los cuerpos, la pretensión de escapar al influjo de la gravedad, y hasta cierto punto (o en casos excepcionales, pienso por ejemplo en Mary Wigman en los años veinte), la importancia de la uniformidad, e incluso del virtuosismo. La representación de grandeza y “divinidad” del bailarín, en cambio, permanece, quizá incluso aún a pesar de los esfuerzos abstraccionistas de, por ejemplo, Cunningham y su búsqueda de una danza absoluta (una danza con un discurso autónomo que no depende de elementos externos como la música o la dramaturgia para generar sentido); y junto a esa representación de grandeza permanece la disciplina de corte militar.

 

Fuera de esa pequeña burbuja de libertad en los años veinte, y hablando en términos muy generales, no es hasta finales de los cincuenta y la década de los sesenta, ya pasado ese primer empuje de conservadurismo de posguerra (o más bien como reacción a él), que la anato-política se resquebraja para, poco a poco, dar cabida a la bio-política, con el surgimiento de la (quizá mal llamada) “danza postmoderna”. No es hasta entonces, que el cuerpo empieza a regresar a la discusión, no como objeto de manipulación y perfeccionamiento uniformado en plan “lo normal es la regla”, sino como sujeto de derechos y libertades, y por ende, como núcleo de producción del individuo. Los coreógrafos posmodernos de la Judson Church en el Nueva York de los sesenta cuestionan el cuerpo del bailarín como mecanismo de manipulación espectacular y abogan por el surgimiento del individuo y por la ausencia de virtuosismo al retomar movimientos cotidianos en sus obras (véase también, en esa misma dirección y esa misma época, el uso de herramientas coreográficas en el caso de artistas visuales, como Alan Kaprow y sus 18 happenings in 6 parts, o Robert Morris y sus Notes on Dance).

 

Me he tomado la libertad de aburrirlos con esta introducción quizá demasiado didáctica para mostrar el paralelismo de sujeción de los cuerpos al poder entre danza y población civil en general, que aunque obvio, no deja de ser interesante.

 

“Libertad” es una palabra muy sugerente para la danza porque, por lo menos en Occidente, muchas veces se le ha equiparado con ella, o en todo caso, porque a menudo se ha considerado a la danza como una perfecta alegoría de la libertad. “No creería en un dios que no sepa bailar”, “No quiero ser parte de una revolución en la que no se baile”, etcétera. Uno de los primeros y más importantes ballets soviéticos fue justamente Espartaco de Aram Khachaturian, que narra la historia de un esclavo que organiza a sus colegas para luchar por su libertad contra el Imperio Romano. Obviamente Espartaco es un soviet, y el imperio es el Zar y/o El Capital.

 

Resulta paradójico que la que quizá en algún momento fue la máxima alegoría de libertad, de cuerpos etéreos que casi vuelan, que casi están exentos de la perenne opresión de la gravedad, para los que el cielo es el límite, a los que metafóricamente tendríamos que aspirar todos; sea en realidad una disciplina férrea equiparable en cierto grado a la de los ejércitos. Casi parece paradójico que, en los sesenta, en busca de una mayor libertad, la danza haya tenido que reconciliarse con el suelo, con la gravedad, y abrazar la cotidianidad. Despojarse de sus pretensiones icareas, de su fantasía flotante y junto con ella, de la disciplina militar. En pocas palabras, romper la libertad ilusoria, aquella que se representa en los grandes saltos, para buscar una mucho más operativa, fisiológica incluso, aquella que se presenta, o más aún, que se ejerce desde un cuerpo común y corriente, frente a una audiencia de las mismas características. Con Yvonne Rainer, el mismo Alan Kaprow, Steve Paxton, Bruce Nauman, y muchos otros que trabajaron con coreografía en esa época y en esas circunstancias, ocurrió este paso, que podríamos llamar el paso de la anatopolítica a la biopolítica. El paso de la disciplina impresa directamente sobre el cuerpo como materia, sobre su anatomía; al control ejercido sobre el cuerpo como idea, como “organismo”.

 

 

En danza contemporánea existe un concepto de más o menos reciente cuña, el de coreografía expandida. La coreografía expandida propone una separación entre las nociones de “danza” y “coreografía”, definiendo coreografía como la organización (o desorganización) de cuerpos en el tiempo y en el espacio. A partir de allí, todas las nociones contenidas en la definición pueden ser cuestionadas, definidas y redefinidas. Lo que “organización”, “cuerpo”, “tiempo” o “espacio” signifiquen es discutible. Es discutible en general y es discutible también en casos específicos.

 

A partir de este postulado, conceptos como el de biopolítica, por ejemplo, son impensables sin el de coreografía. La biopolítica es (perdóname Foucault) impensable sin la coreografía. La biopolítica es, de hecho, un ejercicio de control coreográfico sobre los cuerpos. El presente texto parte de esa claridad. No pretendo abundar en el tema, porque no es el espacio para ello, pero un claro ejemplo de lo fundamentalmente coreográfico del concepto de biopolítica es el posterior desarrollo de la idea de la performatividad de la identidad, de Judith Butler.

 

En la coreografía contemporánea, la democratización de los cuerpos ya no es un problema principal, se a trabajado incansablemente; liberarse de la persistente pulsión teatral (te odio Pina) heredada del siglo XVII, aunque sigue siendo una piedra en el zapato, es ya un problema menor. El problema de la independencia, en cambio, nunca lo había considerado hasta que se me propuso escribir este texto. Me resulta interesante que en el mundo del arte (o de las artes, es decir, en general) aún se use tanto esta palabra que, por lo menos en términos conceptuales, me parece tan arcaica como innecesaria. Ensayaré a continuación un argumento para sustentar esta declaración. Hace poco leía un texto de Graham Harman, el paladín de la Ontología Orientada a lo Objetual, en el que aboga por concebir un mundo a-relacional: de alguna manera, un mundo de objetos independientes de otros y de su contexto. Un mundo en el que las cosas existen en si mismas, tienen sustancia y esencia propias, se relacionen o no. Supongo que lo que Harman intenta con esto es evitar caer en el correlacionismo tan criticado por Meliseaux, o contraponerse a, no sé, Mil Mesetas. Para probar su argumento, Harman dice cosas como “Porque es dudoso sostener que los objetos son absolutamente definidos por su contexto, sin ningún excedente privado no expresado. Defender esta perspectiva es comprometerse a un mundo en el que todo es, desde ya, todo lo que puede ser. El cambio sería imposible si este melón, o esta ciudad, o yo mismo, no fuéramos nada más que nuestras relaciones actuales con todo lo demás.” Seguramente Graham Harman nunca ha ido a ver danza. Y yo me pregunto ¿Por qué, Graham? ¿Por qué saltar a la conclusión de que, si todo es relacional el cambio es imposible? (Cuando digo relacional no estoy hablando de la problematiquísima “estética relacional”, uso el término en un sentido ontológico más amplio). Me parece de hecho mucho más estático un mundo lleno de substancia y carente de relaciones, pero no voy a defender la una o la otra, sino más bien su intercambiabilidad incluso simultánea (pensando por ejemplo en la luz, que se comporta como onda y como partícula, dependiendo del método de observación).

 

Los coreógrafos de los sesenta introdujeron una nueva manera de entender la posibilidad de un cuerpo independiente (un cuerpo no uniformado, con capacidad de tomar decisiones propias, de aparecer o desaparecer a voluntad e incluso de evitar, o minimizar por lo menos, las relaciones con el público [ver Trio A, the mind is a muscle, de Yvonne Rainer, acompañada de su célebre No Manifesto]) y junto con esa manera, introdujeron también la biopolítica, es decir, la coreografía del sistema de control. En pocas palabras, un intento de independencia coreográfica resultó más bien en un sistema de control más sutil, infraleve a veces (si politizamos el término de Duchamp), pero no menos perverso que el anterior. En los últimos quince años, en cambio, ciertos sectores de la coreografía contemporánea han buscado desarraigar de su práctica nociones como individualidad (cosa que, tratándose de un cuerpo sobre un escenario, no es ni fácil ni meramente un ejercicio conceptual, sino más bien un experimento de despliegue de presencia y de reconfiguración de sus términos), autoría, humanidad incluso, etcétera. El problema es que para aspirar a la independencia uno ha de ser primero un ente individual; si los contornos del ente son borrosos, ¿de qué se va a independizar? Al ponerse en cuestión estas nociones previas al surgimiento de la independencia, ésta queda imposibilitada a priori, no porque no pueda actuar, sino porque no tiene ninguna superficie sobre la cual hacerlo, porque es innecesaria. Si la idea de independencia era en un principio una herramienta de auto-agenciamiento, bajo circunstancias en las que ésta no puede aparecer (como la destitución de lo individual), se requiere de herramientas nuevas. La producción de comunidad es la más obvia (aunque no necesariamente la más simple), pero hay muchas; una particularmente interesante que se ha dado en la coreografía contemporánea (y pensando en cómo funciona su circuito, tanto en términos de economía y distribución como en términos de articulación de discurso) es el parasitismo. Si pensamos que Graham Harman está muy equivocado, nos queda un mundo interrelacionado habitado por entes que a veces actúan como sustancia y a veces como flujo, dependiendo de cómo se observen o se accionen. Los mecanismos de destitución identitaria o autoral fungen, de alguna manera (utópica, si se quiere) como herramientas coreográficas de injerencia en ese flujo biopolítico, herramientas de des-control, de liberación (o, lo que es lo mismo en lenguaje hippie, para ser libre hay que dejar de ser un individuo); a partir de allí la tarea comienza apenas: si el mundo es una multiplicidad de multiplicidades, distribuidas en el espacio y que sin cesar se transforman en el tiempo, la coreografía evidentemente tiene algo que hacer allí, (para ver piezas que ejemplifiquen esto, revisar Aletheia y Crystal de Ana Trincão, This Variation de Tino Sehgal, Sin Imagen Esthel Vogrig 1) pues en las reconfiguraciones entitarias, los movimientos de producción de agencia son siempre relacionales, una gran danza de acomodos intersubjetivos. Viveiros de Castro, sobre la producción de subjetividad en los pueblos del Amazonas nos plantea una pregunta: si un jaguar y un humano se encuentran frente a frente en un claro de la jungla, mirándose a los ojos, ¿quién es el sujeto? Según Viveiros de Castro, para los amerindios el sujeto es intercambiable, pasa a una velocidad vertiginosa de uno a otro alternadamente, funcionando como sustancia y como flujo al mismo tiempo. Este fenómeno de intersubjetividad es, exactamente, el Acontecimiento Coreográfico. Ese momento en el que no se niega la existencia del otro pero tampoco se afirma, porque no importa, porque lo que importa es el flujo hiperveloz que provoca esa existencia, justamente en la relación, y que justamente por ser relacional, permite, exige, produce, cambio constante. No hay lugar para la independencia allí, tampoco para la dependencia, por supuesto, no hay lugar, sólo hay coreografía.

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Juan Francisco Maldonado (Ciudad de México, 1985).

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Artista mexicano interesado en la coreografía, el cuerpo, la teoría y sus interrelaciones. Su trabajo ha sido presentado dentro de México y en Nueva York, Montevideo, Madrid, Barcelona y Estocolmo. Ha sido beneficiario del programa Jóvenes Creadores del FONCA y de la Beca DanceWeb del ImPulsTanz Festival. Es integrante del Colectivo AM, pertenece a la banda Los Vecinos del Ritmo, escribe para revistas como La Tempestad y Registro, publica fanzines de crítica como Amor en Uruguay o Fanzine Tiburón, y trabaja en su primera novela, hasta ahora titulada Todo en el mundo es exactamente lo mismo https://juanfranmaldonado.wordpress.com/

DIÁLOGO: Jerónimo Rosales (Xalapa, 1990), revista nini.

 

 

“Me resulta interesante que en el mundo del arte aún se use tanto la palabra ‘independencia’, una palabra que, por lo menos en términos conceptuales me parece tan arcaica como innecesaria”, escribe —palabras más, palabras menos— Juan Francisco Maldonado.

 

Coincido con Maldonado. Y añadiría que el debate de los espacios independientes parece tan innecesario como inagotable. En cada encuentro de nuevos proyectos se discuten las relaciones con las instituciones de cualquier tipo. Pero además, por si eso fuera poco, se filtra un sub-debate mucho más especializado (y por lo tanto doblemente innecesario) sobre la pertinencia de las etiquetas que deberíamos estar utilizando. Que si alternativo, que si independiente, que si emergente, que si autogestivo.

 

Lamento lo parca que resulta esta réplica, pero su brevedad me parece lo más congruente con mi postura. Hace un par de años, esta discusión me llamaba la atención, me interesaba. Pero a fuerza de verla repetida en cada foro, cada encuentro, cada presentación, terminó agotándose ante mis ojos. Ya no importa si equis proyecto fue financiado con dinero propio, crowdsourcing, fundaciones bancarias, dinero público canalizado a través de una institución de gobierno o dinero privado de una empresa. En teoría, esto definiría el grado de dependencia o independencia de un proyecto. Pero hacer esa distinción no nos va a llevar a ningún lado.

 

Lo que importa es el hacer.

Tiempo de híbridos desde el bosque cibernético, performance presentado en el Jardín Botánico de la UNAM por el colectivo coreográfico Los vecinos del Ritmo. Fotografía cortesía de Juan Francisco Maldonado

5656, collage basado en la fotografía de la cabeza decapitada de la estatua de Stalin durante la Revolución Húngara en 1956.

Manos blancas, fotografía manipulada de la protesta estudiantil en Howard University por el asesinato del joven Michael Brown, de Ferguson, a manos de la policía estadounidense (2014).

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